EL GESTO DE HÉCTOR
Descripción de la publicación.
E.B.
7/28/20253 min read
La paternidad es una iniciación. Es una iniciación que es una elección. Un acto profundamente existencial que separa al hombre de la vida puramente instintiva. La paternidad no nace del instinto ni de la naturaleza, como si es con la maternidad. En la naturaleza no hay padres. La paternidad es una realidad que se sostiene por la voluntad, un invento cultural, un salto de conciencia.
Ya lo dice el proverbio: Mater Semper certa, pater numquam, “la madre siempre se sabe, el padre nunca”, que a su vez es pincipio jurídico tradicional del Derecho Romano clásico: La madre del niño es incuestionable por ser quien lo da a luz. La paternidad… debe demostrarse.
Y en esto radica su poder y su vulnerabilidad, que van de la mano.
Cuando esta elección se da, de forma libre, no aparece como una dimensión vital más como el trabajo, el deporte, la economía o la pareja, no. La paternidad irrumpe con la fuerza de un rio que desborda todo el paisaje vital. Lo inunda. Lo riega. Lo reconfigura todo.
Arrastra la maleza la de los malos hábitos, apaga los fuegos del egoísmo, nutre las semillas de los proyectos y ahnelos verdaderos y colma de amor el oasis del matrimonio.
Y que se preparare el que intente resistirse a este movimiento con la ridícula fuerza del yo, tratando de imponer sus propias ideas, o aferrándose a una vida pasada frente al inexorable movimiento de la vida en forma los de llantos y risas de un bebe de 4 meses. Le espera, sin duda, la más amarga de las derrotas.
Una derrota frente a un ser tan vulnerable e indefenso, y que a su vez cuenta con un poder cuasi divino. El poder de convertirse en el centro de atención y cariño de todo el mundo, de unir familias, reparar afrentas y ser piedra cubica en la constitución de nuestra sociedad.
De nuevo el poder de la mano de la vulnerabilidad.
Aun así, para mí no es suficiente, no basta con saber que se es el progenitor y como tomar la elección de ser padre, también se necesita conocer al hijo y la relación con él. Y puesto que la relación está viva, es cambiante y se renueva constantemente, cada nuevo amanecer deja la tarea virgen de nuevo, e impone al padre la tarea constante del aprendiz.
¿Quién es mi hijo hoy? ¿quién soy yo como padre? ¿A dónde nos lleva esta relación que es más grande que nosotros mismos? No tengo esas respuestas, pero cuando pienso en un modelo de paternidad noble y completo, vuelvo a la antigua Grecia, cuna de los ideales que aún hoy nos guían. Y lo encuentro en Héctor, el héroe troyano de la Ilíada.
En uno de los pasajes, Héctor vuelve del campo de batalla y se encuentra con su mujer y su hijo. Se acerca al niño para abrazarlo, pero el pequeño llora asustado al no reconocer a su padre tras la coraza. Entonces Héctor sonríe, se quita el casco, se agacha, se muestra humano. Se acerca al mundo del niño.
Y, en un gesto eterno, lo alza hacia el cielo elevándolo con los brazos y con el pensamiento: "¡Oh Zeus y demás dioses! Conceded que este hijo mío, así como yo, llegue a distinguirse entre los troyanos; que sea fuerte y valiente y reine con autoridad en Ilión; y que de él digan: 'Mucho más fuerte es éste que su padre', cuando vuelva de la guerra, y que su madre se alegre en su corazón."
En ese momento, Héctor deja de ser solo un hombre, un guerrero. Se convierte en padre. Convierte al niño en hijo, y al hijo en futuro. Porque su deseo no es que lo iguale, sino que lo supere. No que lo repita, sino que lo trascienda.
Este es, para mí, el verdadero gesto del padre. Un acto de humildad y de amor incondicional.
He dicho.
