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El hallazgo de lo eterno.

HA.·.FÉNIX

Ha.·: Fénix

10/23/20245 min read

white bird
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Fue el primero de una generación de aves majestuosas. De donde surgió, nadie lo sabía. Se cree que aquella magnífica ave había asomado un buen día, desde un solitario y fértil rincón de la Naturaleza, que algunos sitúan junto a un río de desconocido nombre.

Apenas si era una cría cuando empezó a remontar el río por su vereda. A su lado discurría el agua prístina. Mientras subía hacia la montaña, sus pequeñas y aún débiles patitas temblorosas, resbalaban y titubeaban sobre las diminutas piedras que constantemente amenazaban con hacerle caer. Su plumaje, aún opaco y grisáceo. Sus ojillos, tan asustados… Sin embargo, algo le impelía a continuar su ascensión, quizá el fulgor del verde vivo de los árboles, el gris de la roca, el azul inmenso del cielo, el silencio, tan sólo perturbado por sus pequeños pasos.

Al arribar a la cima, la cría sintió la atracción del río. Cautelosa, se acercó lentamente hacia la orilla y despacio asomó su cabeza al agua límpida. Allí su reflejo le mostró, primero, su joven e ingenua testa, un pico que se abría asombrado ante su propia visión.

Difuminada esta primera imagen vio otro rostro, el de un joven muchacho de ojos curiosos cuya mirada intensa parecía traspasar la superficie del agua para adentrarse en esos ojos otros. Más y más profunda, el muchacho advirtió un intenso golpe en el pecho, una fuerza capaz de permitirle ahondar más y más en esos otros ojos, hasta que vio como se desdibujaban las imágenes y comenzaba a perfilarse otra, la de una flamante ave de largas alas desplegadas, en parte doradas, en parte carmesí, la cabeza erguida parecía desprender llamas de fuego. Majestuosa y hermosa.

La joven cría sintió una fuerza arrolladora, alzó la cabeza, adelantó una de sus pequeñas patas, y saltó hacia adelante… al instante, sus alas aparecieron desplegadas en todo su esplendor. Comenzó a agitarlas con fuerza, se elevaba, se elevaba…y comenzó a volar, sobre el río, siendo el río, a lo largo y ancho de su curso hacia su destino, el profundo mar.

Y fue desde entonces siempre con él, desde que su mirada se posara sobre el agua límpida, se supo agua. De su cauce, se supo camino y tierra. Y vio el rayo solar incidiendo sobre el agua prístina, y también se supo fuego. Y sintió la brisa dibujando ondas sobre su superficie, y se supo aire.

Allí se lanzó con el corazón henchido, hacia arriba y hacia abajo. Allí dejó su pensamiento, su amor… su Pena. Con ellos vagó a través de su curso, de la mano, hallando la voluntad para dejarse llevar por el agua desde dentro del río. La cabeza bajo la superficie y sobre ella, en ese espacio donde el sonido se amortigua, se desdibuja desde fuera en ondas incomprensibles. Sumergido en el agua, dejándose llevar por el vaivén del recorrido, era, casi rozándole, el silencio.

Los afortunados que pudieron contemplar su vuelo vieron como sus alas de cría iban tornándose majestuosas, de vivísimos colores. Comprobaron que su aleteo regular, bello y constante los refugiaba de los infortunios, les abrigaba contra las inclemencias de la vida. Su graznido era suave, lento, seguro, discreto e inmensamente sabio. Aquellos, oh afortunados, no podían dejar de amar a aquella hermosa ave de comportamiento ejemplar.

Pero como a todo ser vivo, también a aquella le llegó su hora…y tal como narran las historias, una vez muerto éste se presenta de nuevo otro/el mismo, cuya primera proeza sería la de transportar el cuerpo de su padre envuelto en mirra hasta el santuario del sol, Helios, y sepultarlo en él. Lo primero que haría, narra Herodoto, sería dar forma a un huevo de mirra todo lo grande que podría llevar y luego probaría a volar con él; una vez realizada la prueba, haría, entonces, un agujero en el huevo y metería en él a su padre, emplastado con la mirra extraída del orificio por el que, al hacer el agujero en el huevo, introdujera el cuerpo (con su padre dentro, el peso volvería a ser el mismo) y, una vez emplastado el agujero, transportaría el huevo al santuario (HRT. 2. 73. Traducción de C. Schrader, Madrid, 1977).

Este otro/el mismo, es aún joven, pequeño, como aquel otrora joven que asomaba ingenuo su rostro al río. Sus alas aún cortas, sus colores aún opacos, pero su corazón palpita con el fulgor y la intensidad del rayo, y aún sus fuerzas, por ello, le permiten cargar en su pico el huevo y volar, no muy alto, hacia su destino.

Tras una larga travesía, atravesando el espacio informe de la conciencia, distingue a lo lejos el santuario dorado. Casi sin aliento, la joven ave se dirige extenuada hacia la luz cegadora. Sus ojos, ahora cerrados, sólo le permiten intuir que ha llegado a sus puertas.

Deposita con cuidado el huevo… en ese primer instante de separación, agacha ligeramente con reverencia su cabeza, pues en ese único e intenso momento un fogonazo de luz esquiva le da la respuesta a la gran pregunta. Ya sabe quién es.

Grano de arena lanzado al infinito, es cosmos/orden, Naturaleza. Un ser entre seres que se funden y refunden desde el albor de los tiempos hasta el ocaso último. Es eternidad. Es Silencio.

Cuando abre sus ojos de nuevo, ya alejándose del santuario, un brillo nuevo los adorna, pues ahora, cuanto ve ha adquirido un nuevo e inesperado matiz.

Y se dirige, rauda, a aquella montaña, a aquel nacimiento del río, en la que en otro tiempo su antecesor se contemplaba. Y al contemplarse a sí misma le vio a él, y a otros muchos rostros que se perdían en la memoria de los tiempos, y cielos sin fin, oleajes tumultuosos, bosques inmensos, tormentas extraordinarias y el vacío infinito. Y finalmente, vio al ave majestuosa de alas en parte doradas, en parte carmesí.

Al levantar su cabeza, reconoció que estaba en el nacimiento del río… sólo quedaba, entonces, desplegar las alas… y volar…

Dedico esta Plancha a un buen hombre, mi padre, Juan Gálvez Sánchez, Maestro Masón, quién me dio el nombre cuando volví a nacer. Murió a la consciencia el 9 de noviembre de 2019, el día en que me iniciasteis, queridos hermanos.

Nos unió aún más, paradójicamente, su muerte, con mi nuevo nacimiento. De todos los regalos que recibí de él, tan llenos de cándida bondad y preciada sabiduría, esta coincidencia fue sin duda, aunque el más difícil de digerir, el que me iluminó con una enseñanza más profunda.

Tu te fuiste y yo nací, como el Ave Fénix a un instante siguió el otro, fundiéndose, en un círculo sin fin. Y con tu última gran enseñanza me diste mi nuevo nombre, Fénix… Así ha de ser, para que con sólo pronunciarse despierte a la memoria tu memoria y la memoria del Tiempo.

Aita, somos eternos.