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El sótano, el mazo y la acacia

Descripción de la publicación.

M.S.

7/28/20254 min read

a dark room with a light coming from the ceiling
a dark room with a light coming from the ceiling

Llega un momento en la vida cuando nuestra casa nos invita a descender al sótano. Puede que en ese momento estemos sentados en la butaca del salón, descansando complacidos, diciéndonos: “sí, te mereces disfrutar este momento. Te lo has ganado. Reformaste esta casa con mucho esfuerzo. Ahora te toca disfrutar. Relájate, hombre.”

Allí estamos, acomodados en la butaca, quizá con un libro o delante del telediario, hasta que al final nos vence el sueño y nos quedamos dormidos, contentos y felices, sabiendo que tenemos una casa cómoda. Nuestro hogar.

Entonces, tal vez, en medio de nuestro descanso doméstico, soñamos algo inesperado y desagradable. Algo que nos sacude. Que nos da miedo. Que amenaza nuestra seguridad o, dentro de la pesadilla, incluso compromete nuestra integridad física. Puede ser un monstruo, un fantasma, desastres naturales o nosotros mismos, haciendo cosas horribles.

Nos despertamos. Tras unos momentos de desconcierto y angustia, nos damos cuenta, aliviados, de que estamos de vuelta en el salón de nuestra casa. Siguen las noticias, ahora hemos llegado a los deportes. El café aún está templado en la taza, el libro nos espera en la página donde lo hemos dejado. Recobramos un pulso más tranquilo.

Todo está bien. No ha sido más que un sueño.

Sin embargo, a partir de ahora empezamos a fijarnos en algunas grietas y fisuras en las paredes, y ahora, por la noche, cuando sopla el viento, las vigas chirrían con fuerza. Se presenta una pregunta incómoda: ¿esta reforma que hicimos, está bien hecha? Si el viento llega a soplar con más fuerza, ¿se caerá la casa?

La angustia producida por esta posibilidad nos recuerda aquel desagradable sueño en el que sucedían cosas horribles, y nos lleva también a otras cosas que nos incomodan o nos avergüenzan secretamente. ¿Cómo es posible que podamos pensar o soñar estas cosas? Con lo buena gente que somos. Honrados, sinceros, leales, fuertes…

Lo que en realidad sucede es que nuestra casa nos está invitando a bajar al sótano. Sí, a ese espacio donde están los cimientos de la casa, que llevamos tiempo sin visitar. Pero, ¿para qué? Es un lugar oscuro y húmedo, lleno de trastos desechados, telarañas y vestigios de vidas pasadas. Ahora mismo no necesitamos nada de ahí.

¿O sí?

Desde luego, es más cómodo seguir en la butaca, tomar otro sorbo del café templado, poner algo de música reconfortante o retomar la lectura de aquel autor que tanto nos complace, con personajes entrañables o impresionantes con los que nos gusta identificarnos.

Pero a veces, tanta comodidad también incomoda, y decimos, ¿por qué no? Así que nos levantamos, abrimos la puerta que da al sótano, bajamos las escaleras, despejando a nuestro paso las telarañas que lo cubren todo. Sí, ahí están los viejos trastos donde los dejamos. Los reconocemos vagamente: aquella tienda de campaña, las raquetas de tenis, la bici, las cajas con los libros de la carrera. Son pertenencias de una vida pasada, pero nuestras, a fin de cuentas. Sonreímos con cierta nostalgia, y entonces es cuando descubrimos la trampilla en el suelo.

Nunca nos habíamos fijado, pero ahí está. Extrañados, abrimos la trampilla cautelosamente y vemos que debajo hay un agujero que parece adentrarse en la tierra misma. En el silencio que sigue, parece que la casa nos llama, diciendo: “Sí, tú, ven, tengo algo importante que enseñarte.”

Vamos a dejar ahí por un momento a nuestro aterrado explorador doméstico, agachado y con los ojos abiertos de par en par, mirando hacia las profundidades de la tierra. El descenso que la casa le plantea no se puede simular. Se hace o no se hace. Uno no puede subir después y seguir con su vida como si nada especial hubiese pasado. No va a ser agradable. Si nos atrevemos a descender por ese angosto y oscuro agujero que lleva al interior de la tierra, debajo de nuestra casa, os garantizo que descubriremos terribles secretos que nos harán ruborizar incluso cuando estamos solos y nos miramos en el espejo. Y entonces, posiblemente, nos damos cuenta de que la casa que habitamos está mal construida, y que hace falta más que una reforma para arreglarla. Tenemos que salir, derribarla entera, retirar los escombros y reconstruirla.

Semejante descubrimiento es jodido para cualquiera, pero más, si cabe, para un supuesto maestro de la construcción. Al fin y al cabo, ha dedicado años a formarse y a trabajar para medir, dibujar, calcular ángulos y ejecutar la obra a la perfección, apoyado, además, por toda una cuadrilla de obreros muy bien cualificados y voluntariosos.

¿Qué pasó?

Llegado a este punto, el supuesto maestro no puede echar la culpa a la cuadrilla, ni a las herramientas ni a los materiales, todos de primera calidad. No, no es eso. Tiene más que ver con el propio maestro, el supuesto maestro, que, durante la reforma, no fue del todo sincero, honrado y leal, ni a sí mismo ni a los otros obreros. Y eso introdujo unos pequeños pero fatídicos desequilibrios en la obra que, al cabo de un tiempo, generaron grietas. Con el paso de los años, las grietas se ensancharon, y las vigas, que tampoco estaban colocadas en ángulos perfectos, comenzaron a chirriar sobre los postes, que a su vez empezaron a tambalearse.

Es en ese momento cuando el supuesto maestro de la construcción toma el mazo y derriba la casa. Ahora tendrá que construirse una nueva, esta vez con mejores hechuras. Es bastante mayor —lo cierto es que su proceso de maduración ha sido siempre lento y tortuoso— pero aún hay algo de tiempo. Por tanto, antes de emprender este nuevo proyecto, ha decidido tomarse un tiempo a la sombra de un árbol, una acacia por ejemplo, para reflexionar sobre cómo hacerlo mejor la próxima vez.

Si su antigua cuadrilla sigue ahí tras la pausa, que puede ser más o menos larga, este supuesto maestro agradecerá su paciencia. He dicho,