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Entre Mar y Tierra: la construcción masónica de la realidad.

S.G.

S.G.

10/21/20245 min read

blue ocean water during daytime
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Desde el corazón del caos primordial, surge el cosmos. Un océano profundo de potencialidad infinita donde el orden emerge del aparente desorden, dando forma a las primeras estructuras elementales del universo hasta formar la gran masa de la tierra. Este caos no es anárquico, sino una matriz creativa que, a través de las leyes que rigen el lienzo cósmico, da lugar a la realidad que percibimos. Este tejido está entrelazado por fuerzas invisibles, una red que conecta lo infinitamente pequeño con lo inmensamente grande. Lo que verbalizamos como realidad es el resultado de una constante danza entre lo visible y lo invisible, entre lo finito y lo infinito. La palabra Koyaanisqatsi, en la lengua hopi, significa "vida en desequilibrio", mientras que Tokavaya representa, por el contrario, una existencia en armonía con el orden natural.

Los átomos, como ladrillos fundamentales de la existencia, se organizan desde el vacío cuántico, aquel vacío que no está vacío, sino lleno de fluctuaciones e infinitas posibilidades. En este nivel subatómico, la realidad no es fija, sino una vibración constante que responde a las fuerzas ocultas del cosmos. El universo no es sino una sinfonía de energía, donde cada partícula resuena con todas las demás en una vasta red interconectada.

En la tradición esotérica, este proceso se ha entendido como una creación alquímica: la retorta cósmica donde el espíritu desciende en la materia. A través de este proceso, lo amorfo toma forma, se estructura y tiene sentido, lo potencial se vuelve actual, y el caos es moldeado por la mano invisible del símbolo, ese lenguaje ecuménico que permite a la mente humana rasgar los misterios del cosmos.

El universo es un escenario donde la entropía juega su papel inevitable. El desorden aumenta, y las formas que conocemos están destinadas a disolverse. Sin embargo, este proceso es parte de una dinámica más grande, donde la destrucción es solo la antesala de la creación. La muerte, desde esta perspectiva, no es el final, sino una transformación constante y eterna. Es la disolución necesaria para que nuevas formas puedan emerger de la putrefacción del nigredo de la materia prima. Así como las estrellas nacen y mueren, el ciclo de muerte y renacimiento es la ley fundamental que gobierna tanto el cosmos como la vida misma, de hecho, el tiempo es una ilusión y solo existe por la muerte.

En el viaje iniciático del Ser, la muerte simboliza el tránsito del caos personal hacia un nuevo orden interior. En los misterios de la alquimia y en las enseñanzas esotéricas, se enseña que el iniciado debe pasar por este proceso de disolución; solve et coagula para alcanzar un conocimiento más sublime. En esta etapa, la memoria cósmica juega un papel esencial, pues lo que es destruido no se pierde, sino que se transforma y reconfigura en un nuevo ciclo de creación, como la serpiente que se muerde la cola, el eterno retorno de todas las cosas, una expresión más de la compleja estructura rueda del samsara.

A medida que observamos el cosmos, encontramos un límite: el horizonte celeste, más allá del cual nuestras percepciones no pueden llegar. Este horizonte es una metáfora tanto física como anímica. En la vida, nos enfrentamos constantemente a límites, a velos que cubren lo que está más allá de nuestra comprensión inmediata. La realidad que percibimos es un conjunto de proyecciones, una interpretación del telos evolutivo filtrado por nuestros sentidos y nuestras historias heredadas y construidas. Pero lo que consideramos real es, en muchos sentidos, un espejo de nuestra conciencia y experiencia.

El espacio y el tiempo no son constantes; son más bien maleables, moldeados por las oleadas de la energía y la gravedad en este vasto universo en expansión. Lo que llamamos pasado, presente y futuro no son más que diferentes puntos en una misma realidad multidimensional. En el contexto masónico y esotérico, esto se refleja en el conocimiento de que la realidad no es fija, sino que se construye y reconstruye constantemente, como el Ser. La simetría subyacente en todas las cosas es una clave para entender el orden dentro del caos. Cada forma, cada estructura, responde a patrones más profundos, repetidos a todas las escalas en un proceso que podemos llamar fractalidad, una expansión fractal del cosmos que impregna desde los átomos hasta las galaxias.

En la alquimia del Ser, todo regresa a la fuente, ese punto de origen desde el cual todo fluye. La fuente es el punto absoluto, el principio inmutable que permanece constante mientras el universo evoluciona. Los antiguos sabios comprendieron que todo lo que existe es una expresión de la fuente, y que cada ser humano lleva dentro de sí una chispa de este principio eterno. La búsqueda de retorno a la fuente es, en última instancia, la búsqueda de la unidad del TAO en medio de la multiplicidad.

Hoy se especula que nuestro universo no es el único, sino uno entre muchos: el multiverso, una infinita variedad de realidades posibles. Cada una de estas realidades puede tener sus propias leyes, su propia evolución y muerte. Pero todas están conectadas por la misma fuente, por el mismo principio unificador. En la masonería y en la alquimia, esta idea se refleja en el concepto del Opus Magnum: el proceso de perfeccionar lo material y lo anímico para lograr la reunificación con lo absoluto.

El ser humano no es una entidad aislada, sino una manifestación de la ecología cósmica. Desde las estrellas que explotan y crean los minerales con los que se forja la vida, hasta los eones de evolución que han dado forma a los ecosistemas más complejos de la Tierra, todo está interconectado. Cada átomo de nuestro cuerpo ha viajado a través de las estrellas, formando parte de ese ciclo cósmico que no tiene principio ni fin.

La Tierra misma es un ser vivo, y nuestras interacciones con ella reflejan las interacciones entre el mundo ordenado del tonal y el mundo de lo intangible del nagual.

La agricultura cósmica, en la que se cultivan los principios de la vida misma, puede verse en cada proceso natural. El grano, la germinación, y el pan que proviene de la tierra son manifestaciones materiales de este ciclo universal que une lo trascendental con lo físico. Así como la semilla germina y florece, el alma también se transforma y crece, guiada por los ritmos ocultos del cosmos.

El conocimiento antiguo reconocía esta interrelación entre el microcosmos y el macrocosmos que ha acumulado la masonería en sus saberes. Los minerales son más que meras rocas; son fragmentos materiales de eones pasados, restos de estrellas que vivieron y murieron, para finalmente formar parte de nuestra realidad. En cada piedra, en cada grano de arena, está inscrita la historia del logos cósmico, la memoria del universo en su danza eterna.

El ser humano es una criatura finita, limitada por el espacio y el tiempo, pero dentro de nosotros reside el anhelo por lo infinito. En esta paradoja, encontramos la clave de la existencia: somos seres finitos que habitan un mundo infinito, y nuestra experiencia del tiempo es solo una fracción de lo que verdaderamente es. Pero a través de la memoria, del conocimiento transmitido, y de la búsqueda suprema, podemos conectar con lo que es eterno, tocando los bordes de la inmortalidad.

Al final, la realidad no es más que un puente simbólico entre el Mar y la Tierra, entre lo finito y lo infinito, entre el caos primordial y el orden cósmico. Es el umbral que conecta la materia con el espíritu, lo visible con lo inefable. A través de este viaje, el ser humano no solo busca reconectarse con lo absoluto, sino que comprende que dicha conexión ha estado siempre presente, latente en su interior. La verdadera creación no reside en el exterior, sino en el espacio sagrado del Sancta Sanctorum de la mente y el alma. Allí, en lo más profundo de su ser, el individuo descubre que la dualidad es solo una ilusión, y que lo finito y lo infinito son simplemente aspectos de una misma realidad eterna, indivisible y trascendente.